miércoles, 27 de mayo de 2009

martes, 26 de mayo de 2009

lunes, 25 de mayo de 2009

El caso de doña Catina

Una tarde, después de un largo viaje entre las montañas, Jesús y Pedro pararon ante la casa de cierta mujer y le pidieron hospedaje por esa noche. La mujer los miró de pie a cabeza y les contestó:

—Mi casa no es albergue de vagabundos.

—Por el amor de Dios, señora… —repuso Pedro.

Pero la mujer les cerró la puerta en sus narices.

Tan quisquilloso como siempre, Pedro miró al Señor para ver como iba a reaccionar. El estaba seguro de qué era lo que había que hacer con esa mujer. Pero el Señor lo ignoró y siguió caminando a una casa más humilde que estaba toda negra de tizne. Dentro de la casa una mujercita estaba hilando junto al fuego.

—Señora, ¿podría ser tan amable de darnos posada por esta noche? Hemos venido viajando por largo rato y no tenemos fuerza para seguir adelante.

—¡Por supuesto! ¡Qué se haga la voluntad de Dios! No se detengan, buenos hombres. Además, ¿a dónde más podrían ir, pues ya se hizo completamente noche? Haré lo poco que pueda para que estén cómodos. Mientras tanto, vengan y caliéntense un poco junto al fuego. Apuesto que también tienen hambre…

—No está usted muy lejos de la verdad —le respondió Pedro.

Así que la mujercita, que se llamaba doña Catina, echó unos cuantos leños al fuego y empezó a hacer la cena —sopa y los frijoles más tiernos, para el gusto de Pedro, y un poquito de miel que mantenía colgando de las vigas de la casa. Después los llevó a dormir en la paja.

—Una buena mujer —dijo Pedro, estirándose de contento.

Muy temprano por la mañana, después de haberse despedido de doña Catina, el Señor le dijo:

—Señora, cualquier cosa que empiece a hacer esta mañana, la seguirá haciendo el resto del día —y diciendo esto se marcharon.

La mujercita se sentó una vez más a hilar, e hiló e hiló e hiló todo aquel día. La lanzadora fue y vino en el urdimbre y la casa se llenó de ropa, ropa, ropa; salía por la puerta y por las ventanas, apilándose hasta el techo de la casa. Al caer la tarde la vecina Giacoma fue a visitar a doña Catina. La vecina Giacoma era la mujer que les había cerrado la puerta en las narices a Jesús y a Pedro. Vio toda la ropa y no dejó a doña Catina respirar por un minuto hasta que la mujercita le hubo contado toda la historia. Al enterarse que los dos extranjeros que ella no había querido recibir eran los responsables de la prosperidad de su vecina, sentía ganas de darse puntapiés.

—¿Sabes si esos dos extranjeros van a regresar? —le preguntó a doña Catina.

—Creo que sí. Dijeron que únicamente iban a ir al valle abajo.

—Bueno, si regresan, mándalos a mi casa, por favor, para que me puedan hacer un favor también…

—Con mucho gusto, vecina.

Así que cuando llegó la noche y los dos viajeros llegaron a su casa, doña Catina les dijo:

—Para decirles la verdad, mi casa está demasiado llena para recibirlos esta noche. Pero vayan a casa de Giacoma, mi vecina, es esa casa allá abajo, y ella se va a desvivir por atenderlos.

Pedro, que nunca olvidaba cosa alguna, hizo una mueca fea y estaba a punto de decir lo que pensaba de la vecina Giacoma. El Señor, sin embargo, le señaló que se callara y fueron a la otra casa. Esta vez la mujer hizo un gran escándalo por su visita.

—¡Buenas noches! ¡Buenas noches! ¿Tuvieron los señores un buen viaje? Pero pasen, por favor, pasen… Somos gente pobre, pero somos todo corazón. ¿Por qué no se acercan al fuego y se calientan un poco? Les voy a hacer cena ahora mismo…

Así que, en medio de todo este alboroto, el Señor y Pedro cenaron y durmieron en casa de Giacoma, la vecina, y se preparaban para despedirse a la mañana siguiente mientras la mujer seguía haciendo todo tipo de honores y de gestos de atención.

—Señora —le dijo el Señor—, cualquier cosa que empiece a hacer esta mañana, la seguirá haciendo el resto del día —y diciendo esto, se marcharon.

—¡Ahora les voy a mostrar lo que yo puedo hacer —se dijo con regocijo la vecina mientras se enrollaba las mangas—. Voy a hilar el doble de ropa de lo que hiló doña Catina…

Pero antes de sentarse en la rueca, para no tener que interrumpir sus labores más tarde, decidió ir corriendo a la letrina para vaciar su vejiga. Llegó a la letrina y empezó —y le parecía que lo estaba haciendo muy de prisa— pero no podía terminar.

—¡Oh, misericordia! ¿Qué es lo que me pasa? ¿Por qué no puedo terminar? ¿Comería algo que me hizo daño? ¡Santos cielos! Pero… no puede ser que…

Media hora más tarde trató de levantarse e ir a la rueca. Por supuesto, tuvo que volver corriendo a la letrina de nuevo. Y allí se pasó todo el día. El resultado fue algo muy distinto a la ropa. Es un milagro que el río no se desbordó.

If my life had been easier . . .

domingo, 24 de mayo de 2009

Una luz en Glei

El hospital en Glei, en Togo, una pequeña nación en el África occidental, parece ser el castillo de cenicienta, entre las casuchas que le rodean. El hospital fue construido con recursos proveídos por ADRA Suecia pero tuvo que ser cerrado por falta de pacientes y fondos.

Entran ahora en escena los doctores Edgard y Cristina de Oliveira, quienes fueron a Togo desde Brasil para aprender Francés en su camino a Rwanda. Mientras estaban en Rwanda dio la casualidad que se encontraron con el director de ADRA. Ese encuentro transformó sus vidas. Después de algunas peripecias burocráticas, los de Oliveiras fueron asignados a trabajar en Glei. Ahora el hospital seria una unidad oftalmológica especializada en la cirugía de cataratas.

Poco después de su llegada los de Oliveira recibieron un ultimátum de uno de los jefes. “El otro hospital prometió muchas cosas y nunca hicieron nada”, les dijo. “Ahora ustedes vienen y prometen hacer milagros. Porque lograr que alguien vea tiene que ser un milagro”. Esto sucedió el día anterior a su primer cirugía. “Si esa mujer no ve después de la operación”, les dijo el jefe, “hagan sus maletas y váyanse. No los vamos a querer más en Glei”.

Después de más de 1000 cirugías todos los jefes están contentos de tener el hospital. “Con cada cirugía que hacemos se liberan dos personas”, dice Edgard, “la persona ciega y la persona que tiene que cuidarla”.

El hospital tiene capacidad para 20 pacientes pero un pariente tiene que cuidarlos mientras están hospitalizados. Cuando visité el hospital una cocina estaba siendo construida y al lado de los cuartos de los pacientes había una serie de “volcancitos apagados” —lo que quedaba después de que cada familia cocinaba al aire libre.

Los doctores encontraron a una de sus mejores enfermeras vendiendo arroz al lado de la carretera. El farmacéutico, quien ha transformado la farmacia en un éxito financiero, lavaba los autos de los misioneros. “No tienen un diploma”, dice Edgard, “pero podrían trabajar en cualquier hospital del mundo”.

Una señora de 70 años que había quedado ciega hacia más de cuatro años fue operada por Edgard. Al terminar la cirugía —40 a 50 minutos— podía ver los dedos del doctor frente a su rostro. Fue sacada de la sala de operaciones en una camilla.

“Pueden caminar, pero quieren recibir todo el tratamiento digno de una operación”, dice Edgard con una sonrisa.

Su labor es tan efectiva que la gente viene de todos los países alrededor de Togo para ser atendidos. En Lomé, la capital de Togo, hay cinco oftalmólogos, pero la gente viaja 120 kilómetros para ser atendidos en Glei por Edgard o Cristina. “Ha habido ocasiones en las que hemos operado a diez personas. Cristina opera a cinco y yo opero a las otras cinco. Pero eso no es frecuente”.

Monique Bakkah, una niña de nueve meses de edad, nació ciega debido a cataratas. Será operada más tarde en la semana y podrá ver por primera vez. Va a tener que aprender a ver porque a esa edad debería tener una visión completa.

“Tendrá que usas lentes y ser operada de nuevo cuando tenga 15 o 16 años, pero va a poder ver sin ningún problema”, me dice Edgard.

La técnica que Edgard y Cristina han traído a Togo es muy avanzada. El hospital de Glei es el único que utiliza esa tecnología en el África occidental. Los oftalmólogos en Lomé usan una tecnología más antigua que requiere que los pacientes usen lentes después de ser operados.

Al día siguiente Edgard quitó las vendas de la anciana. “¿Puede ver la luz de las lamparas?” le preguntó.

“No”, le contestó, “pero puedo ver al hombre grande frente a mi. Ha de ser muy rico porque está muy gordo”. Eso hizo que todo el grupo se riera. Después empezó a bailar para todos nosotros. Estaba inmensamente feliz. Era demasiado para contenerlo.

Edgard y Cristina ven un promedio de 25 pacientes y 40 “controles” cada día. Los “controles” son personas que están bajo tratamiento o que han sido operadas en Glei. El viernes que estuve allí había más de 100 pacientes esperando ver a los doctores de Oliveira.

“Cuando fuimos a una convención en los Estados Unidos no hace mucho encontré a unos oftalmólogos amigos míos. Querían saber qué estábamos haciendo en África. «La acción para la oftalmología está en Brasil», me dijeron. «¿De verdad?» les pregunte. «Por supuesto», me contestaron. «¿Cuántas cirugías han hecho?», les pregunté. «Como nueve«, fue la respuesta. «¿Al mes?», les pregunté incrédulo. «No, no al mes. Al año». No quise decirles cuantas cirugías Cristina y yo hacemos al año. No me hubieran creído. Podríamos estar ganando mucho dinero en Brasil. Pero no hay nada como saber que uno es necesario. No hay nada como saber que Dios quiere que estemos aquí. Dios nos quiere aquí”.

La luz de Glei brilla llena de esperanza a través del ministerio de Edgard y Cristina y en los ojos de cada paciente que recibe la vista. “No sabemos cuando tiempo vamos a estar en Togo”, dice Cristina. “Tenemos que pensar en el futuro de nuestros hijos. Pero no queremos pensar en eso ahora. Hay mucho que hacer en Glei. Hay mucho que hacer en Togo”.

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Esto lo escribí hace ya más de diez años, cuando tuve el privilegio de ser testigo de los “milagros” que Edgard y Cristina hacían en Glei. Años después los vi de nuevo en Toronto durante la sesión de la Conferencia General. No he vuelto a saber de ellos pero me imagino que estarán de regreso en Brasil.

La historia de Alfredo Martínez

Su nombre era Alfredo --Alfredo Martínez, si quieres su nombre completo. Hacía mucho tiempo que se había muerto y estaba muy confundido.

Para ser francos, se había imaginado el cielo algo diferente. Había pensado que habría trompetas y coros angelicales, enormes portones de perlas, calles de oro, palacios y mansiones, vestiduras blancas y coronas, y gente que le pediría su autógrafo. Sabía que Dios tenía guardado para su pueblo cosas que iban más allá de lo que uno se puede imaginar, ¿pero esto?

"Esto," era lo que se parecía al cruce de la frontera entre Tijuana y San Isidro. Parecía una estación fronteriza de inmigración —hasta el hombre con su uniforme azul estaba allí, esperándole. Bueno, el hombre tenía unas enorme alas blancas, pero... si esto era el cielo, era suficientemente agradable, pero le faltaba algo.

"Mi nombre es Pamhairshalomoxyribonuclealleluyand... pero me puedes llamar Pancho," le dijo el ángel. "Bienvenido al reino de los cielos. Estamos felices de que estés con nosotros."

Alfredo se sintió un poco aliviado. Había, hasta entonces, tenido la terrible sospecha que estaba en el lugar equivocado... pero no, no era posible.

El ángel continuó diciendo: "Sabemos que esto es lo que anhelaste toda tu vida. vamos a ver," pausó un momento, mientras buscaba en su lista. "Ah, sí, es un privilegio. Sabemos que vas a ser muy feliz lavando platos."

La boca de Alfredo se abrió como una gruta. "¿Me quieres decir que voy a pasar la eternidad lavando platos?" preguntó indeciso.

El ángel tosió, un poco avergonzado. "Bueno, originalmente teníamos programado que fueras a pizcar espárragos y ejotes, pero hubo un... digamos, un corto atraso... Bueno, no importa. Lo importante es que estás aquí." Alfredo miró con incredulidad a su alrededor. ¿Aquí? ¿Qué o dónde era aquí? ¿Lavar platos? ¿Pizcar espárragos? ¿Dónde estaba su túnica blanca, su corona, su arpa? ¿Dónde estaba su túnica? Aquí estaba, parado frente a las puertas del cielo (o al menos pensó que eran las puertas del cielo), vestido con un overall, zapatos de construcción y una camiseta que decía: "Fernando, el Toro." ¿Qué clase de lugar era este? ¿Qué clase de resurrección era esta? ¿Quién era el gracioso detrás de todo esto?

El ángel continuó leyendo de su lista. "Sí, aquí está, después que hayas lavado platos por unos cuantos milenios, te toca ir a plantar árboles. Tienes también que ir a algunos planetas a hacer unos cuantos pozos. ¡Eres un hombre muy bienaventurado!"

"¿Bienaventurado? ¿Llamas a esto bienaventurado?" contestó Alfredo. "Estoy condenado a una vida eterna de trabajos forzados, ¿y tu me llamas bienaventurado?"

"Por supuesto," replicó el ángel. "Todos esos sermones acerca de servir a los demás y de ser esclavos de Cristo y que los primeros serán postreros..."

Alfredo interrumpió al ángel: "Después de todo lo que pasé-¡y ahora esto! Trabajé como un burro, pagué diezmo, di estudios bíblicos, asistí al culto de oración (asistí al culto de oración, ¿me oyes?), ¿y qué es lo que gano? 'Guarda tus tesoros en el cielo,' me decían. 'Hay una tierra mejor que nos espera,' me decían. ¿Y qué es lo que obtengo? Trabajos forzados, eso es lo que obtengo. ¡Yo creía que iba a reinar!"

"Pero... vas a poder estar con Jesús," tartamudeó el ángel.

"Eso es lo que yo quería," sollozó Alfredo. "Túnicas y coronas y un mar de cristal --no lavar platos..."

"Pero eso es lo que El está haciendo," clamó el ángel. "'En los asuntos de mi Padre me conviene estar,' dijo él. 'El que quiera ser el más grande de todos debe ser el siervo de todos.' 'Los primeros serán...'"

"¡Pero yo nunca creí que había que tomarlo literalmente!" sollozó Alfredo de nuevo. Después, sacudiendo su cabeza, dijo: "¡El Maestro del Universo lavando platos, pizcando espárragos, plantando árboles y cabando pozos!"

"Cabar zanjas --¿olvidé mencionar cabar zanjas?" dijo el ángel. "Bueno, no importa --lo mismo da. Oye, por supuesto que es trabajo duro. Trabajaste duro por El en la tierra; ahora trabajas duro con El."

"¡Pero las túnicas, las coronas, las calles de oro!" clamó Alfredo. "¿Dónde están?"

El ángel miró a Alfredo fijamente por un largo, largo rato. "Vas a poder estar con Jesús," dijo finalmente. "Vas a pasar la eternidad con Jesús. ¿No es eso lo que realmente querías?"

The task I've been given . . .

sábado, 23 de mayo de 2009

viernes, 22 de mayo de 2009

Graduación



Camila ha estado en la misma escuela durante nueve años. Fue a Atholton Adventist School para kindergarden y después a Beltsville Adventsit School donde entró a pre-first. Recuerdo que su maestra, Ms Standish, nos dijo que lo primero que hizo fue pararse en medio del salón de clase y leer cada uno de los letreros que había en el salón de clase. Su maestra de primer año fue Ms Northrop, que todavía enseña en la escuela. La genración de Camila fue la primera clase que ella enseñaba, recién graduada de colegio.

Según Camy, no va a extrañar la escuela. Estoy seguro que ya mismo la extraña y no lo quiere admitir.

sábado, 16 de mayo de 2009

El hombre que sabía la palabra

Vivió hace muchos años un hombre que era muy rico. Tenía todo lo que alguien pudiese querer, pero no era feliz. Este hombre deseaba algo de gran valor, algo que nadie más tuviese en todo el mundo.

Cierto día el hombre escuchó hablar acerca de un gran maestro que venía a su pueblo. Se rumoraba que este gran maestro tenía el secreto para curar a los ciegos y llevar a cabo otros milagros.

"Ah," dijo el hombre, "si tan solo yo supiera la palabra mágica para curar a los ciegos, estaría contento."

Así que el día siguiente el hombre rico fue a ver al gran maestro. El hombre contempló al maestro mientras curaba la ceguera y hacía otros milagros. Después de un rato, fue a hablar con el gran maestro.

"Oh, gran maestro," le dijo, "toda mi vida he estado buscando algo de gran valor, algo que esté por encima de todas las posesiones terrenales. Ahora lo he encontrado." El maestro miró fijamente al hombre y le preguntó: "¿Y qué es lo que has encontrado?"

"Deseo saber la palabra mágica para curar a los ciegos. Estoy dispuesto a dar todo lo que poseo por esa palabra. Unicamente dime qué es lo que deseas a cambio de la misma, y te lo daré."

El gran maestro pensó por un momento, y dijo entonces: "Te diré la palabra mágica, pero no deseo ninguna de tus riquezas. Lo único que te pido es que uses la palabra para ayudar a otros. Si no haces esto, vas a perder la palabra, y un gran mal caerá sobre ti."

"Sí, sí," dijo el hombre, "por supuesto..."

Así que el gran maestro murmuró la palabra mágica al oido del hombre rico, y el hombre se sintió feliz. Corrió de retorno a su casa, emocionado por la palabra que acababa de aprender. Pero cuando llegó a su casa, el diablo le estaba esperando.

El diablo le dijo: "¿Sabes cuál es la palabra mágica para curar a los ciegos?"

"Así es," contestó el hombre rico.

"Te apuesto que esa palabra es tu más grande posesión en toda la tierra."

"Sí," dijo el hombre, "es de un valor incalculable para mí."

"No, no es cierto," se rió el diablo. "Es una palabra sin valor alguno."

"¿Por qué?" le preguntó el hombre.

"Porque tienes que decirles a otros la palabra, y entonces la palabra no te servirá más, no tendrá ya ningún valor."

El hombre pensó por un minuto y dijo: "Tienes razón. La palabra que tengo no valdrá nada. Tengo que guardarla solo para mi. De esa manera la palabra no va a perder su valor."

"Sí," le dijo el diablo. "Guarda la palabra."

El diablo rió a carcajadas y se fue.

Muy pronto se esparció por todo el pueblo la noticia que el hombre rico sabía la palabra mágica para curar a los ciegos. Los ciegos vinieron de todas partes para ser curados.

Pero el hombre los enviaba de vuelta, diciendo: "Se cual es la palabra mágica para curar a los ciegos. Pero esa palabra es mi posesión más valiosa en todo el mundo, y no se la puedo decir a nadie."

Varios meses más tarde, el hombre rico amaneció un día enfermo, muy enfermo. Llamaron a muchos médicos, pero ninguno parecía ser capaz de ayudarle, porque no sabían cual era su enfermedad. Pero uno de sus sirvientes le informó que había oido hablar de un hombre que vivía en un pueblo algo retirado que sabía cómo curar a los enfermos, así que el hombre rico envió a sus sirvientes para que lo encontraran.

Días más tarde sus sirvientes regresaron trayendo una carta de este hombre que sabía cual era la palabra mágica para curar a los enfermos.

El hombre rico abrió la carta y la leyó. La carta decía:

Apreciado Señor:

Me da mucha pena el enterarme de su enfermedad, pero lamento no poder ayudarle. Como usted comprenderá, mi palabra mágica es mi posesión más estimable. Y por esa razón, no se la puedo decir a nadie. Estoy seguro que usted comprende, pues he oido decir que usted conoce la palabra secreta para curar a los ciegos. Que se mejore.

[Firmado] El hombre que sabe la palabra.

La historia de Silvestre Tristán

Hace algún tiempo (¿o fue quizá hoy?) vivió un hombre llamado Silvestre Tristán, quien pensaba que estaba bien, pero en realidad no lo estaba. Su auto decepción era excedida únicamente por su actitud tibia hacia las cosas de verdadero valor. Aunque se consideraba rico, vivía (si se le puede llamar vivir) en un distrito pobre de arrabal de la ciudad. Su vecindario era tan pobre que el basurero municipal podría ser Beverly Hills. Su domicilio (uno duda en llamarlo un hogar) era completamente dilapidado. La única razón por la que no se derrumbaba era porque el comején lo sostenía con sus manos.

El alimento era un problema; Silvestre siempre estaba hambriento. Estaba tan hambriento que cuando el gobierno le envió sellos para comprar alimentos, rasgó frenéticamente el sobre y se los comió.

Es difícil describir su infeliz condición física. Seremos misericordiosamente breves. Sus aflicciones incluían mitosis, esclerosis, cirrosis del duodeno, y mal aliento. Además era lisió con una parálisis casi total. Desafortunadamente, esto incluía su cerebro, cerebelo y medula. Silvestre era virtualmente ciego. Era tan miope que la única cosa podía enfocar realmente era el lado posterior de su párpado —y eso con su ojo bueno.

En suma, Silvestre solo podría haber mantenido las instalaciones y personal entero de la Clínica Mayo ocupada con su caso miserable. La cosa extraña era, sin embargo, que Silvestre no comenzaba a comprender cuan mala era su condición. Quizás esto era porque sus vecinos y sus amigos estaban en una condición similar.

Un día conforme Silvestre yacía desnudo en un rincón de su residencia, felizmente contemplando su exaltado estilo de vida, alguien tocó a la puerta. Desafortunadamente, la puerta no pudo soportar la tensión y cayó de sus quicios oxidados. Un hombre muy rico miraba a Silvestre.

“¿Qué quiere?” refunfuñó Silvestre animadamente.

“¿Puedo entrar?” preguntó el hombre rico agradablemente.

“Puede hablar desde allí. ¿Qué tiene en mente?” Silvestre no confiaba en extraños.

El hombre rico le explicó que buscaba un socio en una expedición para encontrar La Mina Perdida del Edén, llena de billones de dólares en oro.

“¿Qué es oro? ¿Qué son dólares?” preguntó Silvestre. (Recuerden que tiene paralizado el cerebro.)
El hombre rico pacientemente describió los muchos usos práctico del oro desde el punto de vista de lo que puede comprar. Conforme hablaba de mansiones, oportunidades de viaje interestelar y festines al lado de un río de vida, Silvestre comenzó a mostrar un poco de interés.

“¿Como puedo encontrar esa mina?” preguntó.

El hombre rico sacó un mapa muy grande. “Simplemente sigue las direcciones en este mapa viejo. Te conducirá directo a la mina”.

“¿Qué mapa?” Silvestre preguntó conforme escudriñaba miopiamente en la dirección del forastero y reptó hacia la puerta.
“Toma, trata esto”, dijo el hombre rico conforme le ponía un par de lentes nuevos sobre la nariz.

“¡Así está mejor!” murmuró Silvestre. Comenzó a estudiar el mapa. "Pero… ¡Caramba! Llegar a esa mina va a ser duro. Mira esto… salvajes, serpientes venenosas, montañas escabrosas, un sol abrasador…”

“No te preocupes”, dijo el hombre rico. “Te daré todos los abastecimientos que necesites y un tren completo para llevarlos. Habrá remedio para las picadas de serpiente, abundancia de alimento y agua, vestidos blancos para escudarte del calor, colirio para mejorar tu visión, e incluso un guardaespaldas para protegerte de los salvajes”.

“Eso no estaría mal”, dijo Silvestre. “Pero olvidó una cosa: estoy tan débil que apenas puedo moverme. Ya estoy cansado de sostener estos lentes que me dio”.

“No hay problema”, dijo el hombre rico. “Enviaré médicos, técnicos y dietistas. Te proveerán medicinas, cirugía, y jugo de zanahoria fresco cada mañana para el desayuno. Pronto estarás como nuevo”.

“¡Caramba!” comentó Silvestre con un rastro de entusiasmo. “Este es el tipo de asociación a la que me gustaría pertenecer! ¿Hay alguna cosa que tengo que hacer?”

“Por supuesto”, le dijo el hombre rico. “Tres cosas. Primero, si decides invitarme, firmaremos un contrato de asociación. Después, debes consultar el mapa frecuentemente durante tu viaje y seguirlo fielmente. Finalmente, debes de mantenerte en contacto diario conmigo con este radio portátil que te daré. De esa manera puedes contarme cualquier problema que te ocurra y puedo darte las instrucciones que necesites. Si pierdes la senda, puedo decirte como encontrarla de nuevo”.

“¡Fantástico!” dijo Silvestre. “No veo como puedo perder. Pero espera un minuto”. Repentinamente algo no le pareció bien. “Cuando encuentre el tesoro, como lo vamos a dividir?”

“No vamos a dividirlo”, le contestó el hombre rico. “Es todo tuyo. Tengo todas las riquezas que necesito”.

“¡Esto es demasiado bueno para ser cierto!” dijo Silvestre. “¡Verdaderamente increíble!”

“Me agrada que te haya gustado mi idea”, dijo el hombre rico. “¿Me vas a pedir que sea tu socio?”

La nueva sonrisa de Silvestre se tornó agria y fue reemplazada con una mirada de vacilación. Sus ojos volvieron al piso. “No, no creo que quiero firmar ahora mismo”, murmuró. Después de una corta pausa, miró al hombre rico y le hizo una última pregunta: “¿Me puede dar unos días para pensarlo?”

De aquel tiempo, de aquellos días


Un día, poco después de habernos casado, Denise y yo estábamos en el mall en Altamonte Springs, Florida, y vimos un lugar que tomaba fotos estilo antiguo. Así que entramos y nos tomamos esta foto. Por alguna razó ha estado en un marco en un rincón de la casa. La saqué del marco y decidí colocarla para su gusto y el desagravio de mi mujer.

Esto me recordó la canción, When I'm Sixty Four, de McCartney. Por allá cuando era un chamacón alebrestao y coquetón, salió en la revista LIFE en español --ha de haber sido como en 1968-- un artículo acerca de las canciones de los birotes y entre ellas esa canción. A alguien se le ocurrió hacer un dibujo de cómo se verían los birotes cuando tuviesen 64 años. ¡Para nada! Empezando conque Juanito ni llegó a los 50 y Jorgito falleció cuando tenía 58.

Camila de meses


Buscando por ahí lo que no se me había perdido encontré esta foto de Camila. Creo que tendría unos dos meses de edad, algo por ahí. Siempre me llamó la atención como esos ojos parecían captarlo todo. Siempre alertas, siempre al tanto de todo lo que pasaba.

Perdiendo el tiempo






Una selección de fotos una tarde que Camila y yo decidimos perder tiempo y tomarnos unas fotos. En esta ocasión decidimos no utilizar los efectos especiales sino hacer boberías, para no perder la costumbre.

Foto de Camila


La verdad no estoy seguro cual es la historia con esta foto. Lo más probable es que sea la foto que va a aparecer con motivo de su grauación de octavo grado. El caso es que Camila vino muy orgullosa con esta foto. Le gusta mucho como salió. ¡Hata que al fin se atrevió a sonreir sin que le diese pena sus frenos! La próxima foto de ella probablemente sea ya sin frenos. Supuestamente se los quitan el mes próximo.