Marco A. Almazán: «El redescubrimiento de México»
Ceferino Díaz Fernández,
para servir a Dios y a ustedes.
Yo nací en una ribera del
Somiedo atronador. Soy hermano de la sidra, soy hermano de las fabes, soy pariente
del tocino y del sol. Del solomillo y la morcilla de ochenta pesetas el kilo.
Vine al mundo un día de
nieve y ventisca del mes de enero de 1910, en un pueblecito llamado Pola de
Somiedo (Asturias), en plena cordillera cantábrica, a tiro de honda de la sierra
de Perlunes y a una legua de la raya con la provincia de León. Este pueblo es
famoso por sus pomares o manzanares y su producción de emigrantes, al grado de
que somos más los indianos procedentes de él, que los actuales vecinos establecidos
en el lugar, con carnet de identidad y registro en uno de tantos sindicatos
verticales, cuya verticalidad no la entiende ni el generalísimo Franco.
Mi pueblo es hermoso,
mejorando los de ustedes. Se extiende el caserío, con sus tejados de pizarra a
dos aguas, sus hórreos y sus huertos, en la falda de la sierra y a la vera del
Somiedo, que baja fragoso de los picos cantábricos dando tumbos y haciendo
cabriolas, entre bosques de pinos, hayas y castaños. Los inviernos son crudos, llegando
la nieve a cerrar los desfiladeros y a cubrir los campos durante meses enteros
con su blanco espesor. Pero al llegar la primavera, cuando florecen los
manzanos y el monte huele a tomillo y romero, y las crestas aún nevadas del Cántabro
recortan su perfil contra el añil del cielo, y las zagalas de trenzas de oro
bajan cantando de la pomarada con los cestos apoyados en el cuadril, y cuando
en los corrales balan los corderillos y mugen los becerrines recién nacidos, y
las cigüeñas empiezan a anidar en los campanarios y los pastores endulzan los
aires con el gemir de la gaita, aquello es una sucursal del paraíso, ¡vive
Dios!
Mis recuerdos infantiles
revolotean alrededor de la casona de mis padres, que fue de mis abuelos y de
los suyos, y de los bisabuelos de ellos y de los tatarabuelos de todos, hasta
remontarse posiblemente a la época de don Pelayo. Por mis venas no corre sangre
azul, que toda mi estirpe es de abolengo campesino por parte de padres y de emigrantes
a América por parte de tíos. Sin embargo, nuestro linaje es bueno, posiblemente
el más puro de España, ya que no tenemos mezcla de árabe ni de judío. Sólo de
ibero, celta, cántabro, fenicio, griego, cartaginés, romano y visigodo, con su
poquitín de negro antillano y de indio mexicano, sangre esta última que en los
pasados cuatrocientos años nos han traído los emigrantes que marcharon solteros
y volvieron casados con mujeres del Nuevo Mundo. Curiosamente, nadie en mi pueblo,
ni en mi provincia, ni en España entera tiene complejo racial ni le importa un
bledo cuáles son sus orígenes cromosomáticos, pero después de vivir cuarenta años
en México donde se alardea de no discriminación, pero a todas horas te sacan a
relucir lo de indio y de gachupín he acabado también por mencionar esta tontería
de la casta. ¡Cuántas veces he renegado de mi cabello castaño, de mis ojos
azules y de mi epidermis desvergonzadamente blanca, que tantos disgustos me han
causado con los descendientes de Moctezuma! ¡Cómo hubiera yo deseado ser
andaluz en vez de asturiano, para tener la color cetrina del moro y pasar desapercibido
entre los prietos de Anáhuac! *
* A don Ceferino, por su
rubicundez, en México muchas veces lo han tomado por gringo y lo han insultado
soezmente. Sin embargo, al enterarse de que no era norteamericano, sino español,
las injurias han sido mucho mбs graves. (Nota del colaborador.)
Pero divago. Estaba
hablando de la casona en el pueblo. Era ésta de nobles proporciones, con una serie de cuartos
y covachas y escaleras, ya que dado lo accidentado del terreno, lo que en la
parte posterior del edificio daba directamente al monte, en la fachada estaba a
tres pisos sobre el nivel de la calle. La casa aún existe, y no debiera hablar
de ella en pretérito. Sin embargo, cuando después de muchos años he vuelto a
Pola de Somiedo, la he hallado mucho más pequeña, como si el correr del tiempo
la hubiese encogido. Por lo tanto, prefiero hacer referencia a ella con las
dimensiones que conserva en mi
recuerdo.
La vida familiar giraba
alrededor del vasto fogón en la estancia principal, alimentado con leña del monte
y siempre decorado con los chorizos y jamones que colgaban arriba del llar.
Pendiente de esta cadena de hierro, en el centro de la chimenea, burbujeaba a
todas horas la gran marmita en que se cocía el potaje o la fabada, con su aderezo
de lacón, de cecina, tocino, cebolla y ajo, sus orejas de cerdo y sus morcillas
y longanizas que olían a gloria. En la planta baja, que en Asturias se denomina
corte, se hallaba el horno donde se cocía el pan; en otro extremo se
encontraban el establo y los pesebres, ya que en aquellas regiones de clima tan
riguroso no se puede dejar el ganado a la intemperie.
En la España seca, el
problema de la escasez del agua agrupa a las viviendas en pueblos grandes y
distanciados uno de otro; pero en la España húmeda, como en Galicia y Asturias,
las casas aparecen aisladas, rodeadas de huertos y vergeles, orientadas hacia
el mediodía, adonde brilla la solana. A alguna distancia de la casona se alza
el hórreo, espacie de despensa construida sobre cuatro postes en forma de
columnas invertidas, para protegerlo de la humedad y los roedores. En él se
guarda el grano y la matanza. Mis primeros terrores infantiles los sufrí cuando
mi padre, mientras liaba un pitillo al calor del hogar, mi mandaba al hórreo a
traer una gavilla de cebada para el pollino ya que corría la conseja de que por
ahí se aparecía el amia en pena de un cura que murió en pecado mortal. Yo nunca
vi ningún fantasma, pero sí llegué a escuchar extraños gemidos y resoplidos,
que mucho tiempo después supe los causaba un mocetón del vecino pueblo de
Caunedo y la criada del alcalde, quienes se hacían el amor al amparo de la
noche y sobre la molicie de la paja.
Desde antes del amanecer
se escuchaba por todos los ámbitos de la
casona el clac clac de las madreñas de
mi progenitora y de mis hermanas, que iban y venían ocupadas en sus ajetreo domésticos.
En Asturias el campesino usa estos zapatones de madera, muy parecidos a los
zuecos que gastan los holandeses, que sirven principalmente para protegerse del
lodo y de los eternos charcos. Hasta los cinco o seis años de edad, por ser el
más pequeño de la familia, mi madre me dejaba dormir muy arrebujado entre las
mantas, en tanto que mi padre y mis hermano mayores salían a las labores del
campo o a la escuela. Pero al cumplir los siete, se me asignó la primera faena:
dar de come a los cerdos y aprender a ordeñar a la vaca. Esta última se llamaba
Eloísa, y hasta la fecha no puedo menos que ruborizarme cada vez que me
presentan a alguna señora del mismo nombre especialmente si tiende a ser
rolliza.
A base de palmetazos y
coscorrones me enseñó las primeras letras un tal don Cipriano, que era el
maestro del pueblo y tenía malo el aliento. La escuela quedaba muy en las
afueras de la aldea, y aún recuerdo el suplicio que significaba emprender la
caminata, tiritando de frío, para llegar al destartalado edificio, donde, si
bien se colaban los gélidos vientos de la cordillera, muy pronto entrábamos en
calor al son de los zurriagazos, que don Cipriano administraba con admirable
esplendidez. Be a, ba; be e, be; be i,
bi; be o, bo; be u, bu. El silabario y
el catecismo, aprendidos con sangre y recitados con tonadilla. La historia de España,
que se concretaba a memorizar los nombres de los reyes, desde Ataúlfo hasta don
Alfonso XIII. La Marcha Real, cantada a gritos en su versión oficial y
susurrada con versos obscenos que nos había enseñado Pedrín Moriega, el
zapatero, que era furibundamente republicano y comecuras... Todo entre
palmetazos y tirones de la patilla, que nos hacían ver estrellas.
Sin embargo, fue en
aquella frígida sala de tormentos en donde vi por primera vez el lienzo
maravilloso, con sus nombres enrevesados y sus manchones de colores, que para
todos los rapaces del pueblo era imán irresistible, panal de promesas y faro de
esperanza: el mapa de América.
Pasando sobre él un dedo
lleno de churretes, cuando aún no alzaba seis palmos del suelo ni sabía leer de
corrido, un día deletreé fascinado el nombre que se extendías lo largo de un
trozo pintado de verde: Me-ji-co... Y el dedo se me quedó pegado ahí, no sé si
por intuición o por los churretes, hasta que un rebencazo de don Cipriano me
hizo volver a la realidad y a mi pupitre.
A pesar de mi corta edad,
yo había oído hablar mucho de América y especialmente de México, ya que éstos
eran tema de constante conversación en el pueblo. No había familia que no
tuviese un tío, un hermano o un hijo en ultramar. América era la tierra fabulosa
donde ataban a los perros con longaniza y las; calles estaban empedradas de oro.
Allá marchaban los zagalones sin más avío que la boina y una muda de repuesto,
y a los pocos meses empezaban a mandar giros y cheques por cantidades que en
Pola de Somiedo hubieran tardado un año en ganar. Y de alta venían, de cuando
en cuando, aquellos señorones que también habían salido de rapaces, con pantalón
de pana y un remiendo en el postifaz, y que ahora volvían dicharacheros y bien cebados,
con varios dientes de oro y una cadena llena de dijes del mismo metal, que les
decoraba el abultado vientre cual la línea del ecuador circunda al globo terráqueo.
Eran los clásicos
indianos, hijos pródigos a los que se recibía en el pueblo con mucha efusión y
gran acatamiento. Eran don Fulano y don, Zutano, que llevaban muchos años en América
y ahora regresaban en plan de paseo o con intenciones de quedarse
definitivamente, si bien estos últimos casi siempre volvían a su patria
adoptiva al cabo de algún tiempo, ya que emocional y económicamente sus raíces
estaban en la tierra donde habían dejado juventud y sudores. Eran señores espléndidos,
que contribuían generosamente para las obras de reparación del templo (en los
pueblos de España a donde llegan indianos, los templos siempre están en
perpetua reparación), o bien soltaban dineros para la construcción de una
fuente, o para instalar nuevas farolas, en el vetusto edificio de la alcaldía.
Por estas mismas razones se veían muy solicitados para apadrinar bautizos y bodas,
y había chicos que ya gastaban bigote cuando iban a la pila, por haber estado
esperando que llegase el tío de América que iba a patrocinarlos. En ocasiones
los indianos llegaban en unos automóviles descomunales, de marca
norteamericana, que por su tamaño no podían entrar en las calles del pueblo. En
estos casos se les dejaba; en las afueras, y todas las mañanas se efectuaba la
ceremonial de ir a poner en marcha el motor, pa' que no se bajara el
acumulador, o sea para que no se descargase la batería. Acompañado por los miembros
de la familia, y seguido por todos los zagales del pueblo, don Fulano se
encaminaba solemnemente a su automóvil, le daba un puntapié a las llantas que
en España se llaman neumáticos y entre resoplidos se instalaba tras del volante
para hacer funcionar el motor. Mientras éste ronroneaba, no faltaba alguien que
comentase mitad reverente y mitad incrédulo:
Pues no habrá costao sus
cuartos este cacharro...
A lo que don Fulano
replicaba desdeñosamente:
¿Cuál? ¿Este? ¡Bah!
Treinta mil duros... Es el que uso pal diario. Habíais de ver el que dejé allá
en México... No lo traje porque no cabía en el barco. Ya de vuelta en el
pueblo, instalado en el chigre (taberna) para echar un culín * si hacía buen
tiempo, o frente al fuego del hogar si nevaba, don Fulano mantenía con la boca
abierta a su nutrido auditorio mientras contaba sus aventuras y relataba sus
andanzas por aquellas tierras de promisión, entre tiento y tiento al porrón de sidra
o a la bota de tintorro y mientras la marmita con las tabes burbujeaba alegremente
en la trébede. No solamente era el tema de su charla lo que fascinaba a los
oyentes, sino el curioso dejo con que hablaba el personaje y los términos exóticos
e incomprensibles con que salpicaba su conversación; orita, ya me anda, me cae
gordo, quiúbole, pa’ luego es tarde, nomás
estaba vacilando... Don Fulano seguía
empleando los rotundos tacos peninsulares, pero también los aderezaba con los
aprendidos en el otro continente:
¡Coño!
Les gritaba a los chiquillos que a todas horas le pedían una perra gorda, ¿queréis
dejar de estar chingando?
Además del automóvil y
las cadenas de oro, los indianos solían regresar casados con señoras de tez
olivácea y ojos muy negros y rasgados, que contrastaban notablemente en aquella
tierra de güeros, descendientes de cántabros y visigodos. Eran mujeres pequeñinas,
tímidas, de sonrisa extraordinariamente dulce y marcada tonadilla en el hablar.
Y esto cuando hablaban pues por regla general se limitaban a escuchar las
peroratas de sus señores maridos. En aquella región de heliogábalos, donde se
yanta a dos carrillos y hombres y mujeres se despachan en un santiamén un pote
de fabada y metro y medio de morcilla, empujándolos con dos hogazas de pan y
tres litros de sidra, las mexicanitas comían cual pajarines y discretamente
sacaban sus latas de chiles en conserva, sin los cuales las más suculentas
vianda no les sabían a nada... El indiano y su mujer pasaban temporadas más o
menos largas en el pueblo, derramando dones y calentándoles la imaginación a
los mozos. Todos ellos se veían en aquel espejo, y soñaban con marchar a las Américas
para ganar dinero a espuerta y volver algún día con un carro como una
locomotora y billeteras abultadas y oro en los dientes, en los dedos y en el
chaleco
Ya versa le decían a la
novia, de trenzas de lino y ojos color de cielo. Tan pronto como gane unos
cuartos, te mando llamar y a la vuelta de unos años estaremos más millonarios
que el Banco de España. ¿Qué tiene el tal don Fulano que no tenga yo pa' hacer
una fortuna?
*Echar un culín en
Asturias significa tomar un vaso de sidra o de vino. Resulta innecesario explicar
que don Ceferino utilizó una sola vez la expresión en México, y eso muy recién
llegado. (Nota del colaborador.)
La zagala sonreía y
jugaba con un botón de la camisa de galán, y no decía nada. En su fuero
interno, sabía muy bien que nunca mandaría por ella, y que si algún día
regresaba, lo haría ya casado con una de aquellas mujercitas de color canela y
ojo de almendra, que hablaban entre susurros y sólo picoteaban la comida. Hace
más de cuatrocientos años que la mujer de América absorbe al hombre de España,
y que el conquistador termina por ser conquistado.
Estos eran los que
regresaban porque habían triunfado. O se volvía rico o no se volvía. Pero por
cada uno de ellos, ¡cuántos y cuántos solamente vegetaban o yacían tres metros
bajo la ubérrima tierra americana! Los indianos hacían destellar sus dientes de
oro o las monedas en sus dijes, pero no nos hablaban de los sudores y las fatigas,
de los años interminables que habían pasado tras el mostrador de la tienda o de
la cantina, de las penurias y privaciones pasadas para poder mandar aquellos
cheques y giros a las familias que quedaron en Asturias. Todo el día de pie en
el establecimiento. Durante lustros enteros, don Fulano que entonces era
Fulanin a Secas se había levantado antes del amanecer para barrer la tienda, y luego
a bregar catorce horas; con la clientela. Por la noche ya no podía con los
callos, pero aun tenía que ayudar al tío con los libros de contabilidad pa’ que se fuera enseñando.
Sólo los domingos se ponía los zapatos nuevos y salía a dar un paseo con algún
paisanuco, sin gastar ni un cuarto, ya que el patrón se encargaba de
administrar sus dineros, enviándolos a Asturias o depositándoselos en el banco.
Su único gasto eran los pitillos, y éstos se los daban en la tienda, cargándolos
en cuenta.
Los indianos no hacían
mención de los sufrimientos, de las humillaciones sufridas por ser gachupines,
por venir de una tierra de donde cuatro siglos antes habían salido los férreos
conquistadores y los voraces encomenderos, sin que ellos los actuales
emigrantes tuviesen culpa alguna de sus crueldades y expoliaciones. No
relataban el dolor, la infinita melancolía y la amarga añoranza con que año tras
año, durante muchos años, habían remembrado los valles nevados de su tierra, y
las trenzas rubias de su zagala, y el olor a pino y el calor del hogar, y los
bailes pueblerinos al son del tamboril y la gaita. No contaban cuánto habían
echado de menos el gustillo de la sidra, y las partidas de bolos con los
amigos, y el sabor del pan recién salido del homo, que se engullía con un buen
trozo de suculento chorizo. No nos decían cómo, al quitarse las alpargatas y caer
rendidos en el catre de tijera, soñaban con los xujuruxus que al volver de la romería
resonaban largamente en la noche tibia de verano, con el eco de las montañas
uniéndose al jolgorio. No mencionaban los años interminables durante los cuales
habían cargado sacos de frijol en la maloliente y tenebrosa trastienda, o contado
bolillos a las cuatro de la mañana en la tahona, o despachando kilos de azúcar
a la gata marrullera que reclamaba faltantes imaginarios en el vuelto; o
servido copas de tequila hasta las tantas de la madrugada al borracho agresivo
y empistolado, que de repente se sentía muy macho y muy azteca y se negaba a
pagar la cuenta vociferando entre injurias que todos los gachupines eran unos
tales por cuales, que venían a robar el oro de los mexicanos...
No. Nada de eso nos
contaban los rozagantes indianos. Todo ello tendríamos que aprenderlo en carne
viva, los boquiabiertos zagalones que soñábamos con emprender el secular, el
doloroso, el fascinante camino de América, por el cual había precedido media
España desde que el señor don Cristóbal Colón abrió la ruta con sus endebles carabelas.
En casa fuimos diez
hijos, cuatro varones y seis hembras. Los dos mayores hacía tiempo que se habían
marchado a México, graduándose eventualmente del mostrador para pasar a ser
propietarios de las tiendas de abarrotes donde respectivamente habían trajinado
durante diez o doce años. El otro hermano se metió a cura, y durante años cantó
misa en los frígidos pueblos de los Andes, por Perú y Bolivia, hasta que lo
enviaron a las selvas del Beni y ahí murió de unas fiebres malignas. De las
mujeres, una se casó en la aldea, tres se hicieron monjas y las dos restantes
se quedaron solteras. Consecuentemente, cuando el hermano mayor de mi padre, mi
tío don Victoriano Díaz Pisuerga, propietario de la afamada tienda de Abarrotes
La Covadonga, establecida en uno de los suburbios de la capital mexicana,
escribió al pueblo e insinuó que podría emplear a un dependientes in
pretensiones y que quisiera doblar el lomo, como él lo había doblado, consideré
que había llegado mí hora. No tuve que bregar mucho para convencer a mi padre,
que ya recibía buenas remesas de mis dos hermanos mayores y vio la oportunidad
de percibir una tercera, máxime que andaba yo arañando los veinte años de mi
edad y pronto tendría que ir a las fatídicas quintas: tres años de servicio
militar obligatorio, ganando un real (veinticinco céntimos de peseta) al día, y
con la perspectiva de marchar a Marruecos, que si bien ya pacificado, aún
cobraba anualmente miles de jóvenes vidas españolas.
Por espacio de varios
meses cartas fueron y cartas vinieron. Y cuando por fin don Victoriano se
convenció de que tenía yo la alzada y los bofes suficientes para ayudarlo en
las faenas de la trastienda, me envió un pasaje de tercera clase en uno de los
vapores de la Trasatlántica Española el cual pagó él mismo en México,
posiblemente para evitarme la tentación de dilapidar los cuartos, así como un giro
por cincuenta pesetas para mis gastos de viaje. En esa misma carta, en
respuesta a mi ingenua pregunta de cómo eran México y los mexicanos, se limitó
a decirme lacónica y enigmáticamente: Ven y lo sabrás, chato...
Y así fue como un día de
fines de enero de 1929 también de nieve y Ventisca de rodillas ante el hogar
recibí la bendición de mis padres, a quienes ya no volvería a ver. Después me
puse la boina, me eché el morral al hombro, y apretando mis cincuenta pesetas
en el bolsillo, .dije adiós a mi zagala, a mi aldea y a mi valle de Pola de Somiedo,
adonde no volvería hasta veinte años más tarde. Camino de Gijón, para tomar el
barco, mientras caía la nieve y ululaba el viento, sonaron en mis oídos las
saudosas notas de Asturias, patria querida...
Rabiosamente me enjugué
las lágrimas. Los hombres que hacen la América no lloran.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario