sábado, 16 de mayo de 2009

La historia de Silvestre Tristán

Hace algún tiempo (¿o fue quizá hoy?) vivió un hombre llamado Silvestre Tristán, quien pensaba que estaba bien, pero en realidad no lo estaba. Su auto decepción era excedida únicamente por su actitud tibia hacia las cosas de verdadero valor. Aunque se consideraba rico, vivía (si se le puede llamar vivir) en un distrito pobre de arrabal de la ciudad. Su vecindario era tan pobre que el basurero municipal podría ser Beverly Hills. Su domicilio (uno duda en llamarlo un hogar) era completamente dilapidado. La única razón por la que no se derrumbaba era porque el comején lo sostenía con sus manos.

El alimento era un problema; Silvestre siempre estaba hambriento. Estaba tan hambriento que cuando el gobierno le envió sellos para comprar alimentos, rasgó frenéticamente el sobre y se los comió.

Es difícil describir su infeliz condición física. Seremos misericordiosamente breves. Sus aflicciones incluían mitosis, esclerosis, cirrosis del duodeno, y mal aliento. Además era lisió con una parálisis casi total. Desafortunadamente, esto incluía su cerebro, cerebelo y medula. Silvestre era virtualmente ciego. Era tan miope que la única cosa podía enfocar realmente era el lado posterior de su párpado —y eso con su ojo bueno.

En suma, Silvestre solo podría haber mantenido las instalaciones y personal entero de la Clínica Mayo ocupada con su caso miserable. La cosa extraña era, sin embargo, que Silvestre no comenzaba a comprender cuan mala era su condición. Quizás esto era porque sus vecinos y sus amigos estaban en una condición similar.

Un día conforme Silvestre yacía desnudo en un rincón de su residencia, felizmente contemplando su exaltado estilo de vida, alguien tocó a la puerta. Desafortunadamente, la puerta no pudo soportar la tensión y cayó de sus quicios oxidados. Un hombre muy rico miraba a Silvestre.

“¿Qué quiere?” refunfuñó Silvestre animadamente.

“¿Puedo entrar?” preguntó el hombre rico agradablemente.

“Puede hablar desde allí. ¿Qué tiene en mente?” Silvestre no confiaba en extraños.

El hombre rico le explicó que buscaba un socio en una expedición para encontrar La Mina Perdida del Edén, llena de billones de dólares en oro.

“¿Qué es oro? ¿Qué son dólares?” preguntó Silvestre. (Recuerden que tiene paralizado el cerebro.)
El hombre rico pacientemente describió los muchos usos práctico del oro desde el punto de vista de lo que puede comprar. Conforme hablaba de mansiones, oportunidades de viaje interestelar y festines al lado de un río de vida, Silvestre comenzó a mostrar un poco de interés.

“¿Como puedo encontrar esa mina?” preguntó.

El hombre rico sacó un mapa muy grande. “Simplemente sigue las direcciones en este mapa viejo. Te conducirá directo a la mina”.

“¿Qué mapa?” Silvestre preguntó conforme escudriñaba miopiamente en la dirección del forastero y reptó hacia la puerta.
“Toma, trata esto”, dijo el hombre rico conforme le ponía un par de lentes nuevos sobre la nariz.

“¡Así está mejor!” murmuró Silvestre. Comenzó a estudiar el mapa. "Pero… ¡Caramba! Llegar a esa mina va a ser duro. Mira esto… salvajes, serpientes venenosas, montañas escabrosas, un sol abrasador…”

“No te preocupes”, dijo el hombre rico. “Te daré todos los abastecimientos que necesites y un tren completo para llevarlos. Habrá remedio para las picadas de serpiente, abundancia de alimento y agua, vestidos blancos para escudarte del calor, colirio para mejorar tu visión, e incluso un guardaespaldas para protegerte de los salvajes”.

“Eso no estaría mal”, dijo Silvestre. “Pero olvidó una cosa: estoy tan débil que apenas puedo moverme. Ya estoy cansado de sostener estos lentes que me dio”.

“No hay problema”, dijo el hombre rico. “Enviaré médicos, técnicos y dietistas. Te proveerán medicinas, cirugía, y jugo de zanahoria fresco cada mañana para el desayuno. Pronto estarás como nuevo”.

“¡Caramba!” comentó Silvestre con un rastro de entusiasmo. “Este es el tipo de asociación a la que me gustaría pertenecer! ¿Hay alguna cosa que tengo que hacer?”

“Por supuesto”, le dijo el hombre rico. “Tres cosas. Primero, si decides invitarme, firmaremos un contrato de asociación. Después, debes consultar el mapa frecuentemente durante tu viaje y seguirlo fielmente. Finalmente, debes de mantenerte en contacto diario conmigo con este radio portátil que te daré. De esa manera puedes contarme cualquier problema que te ocurra y puedo darte las instrucciones que necesites. Si pierdes la senda, puedo decirte como encontrarla de nuevo”.

“¡Fantástico!” dijo Silvestre. “No veo como puedo perder. Pero espera un minuto”. Repentinamente algo no le pareció bien. “Cuando encuentre el tesoro, como lo vamos a dividir?”

“No vamos a dividirlo”, le contestó el hombre rico. “Es todo tuyo. Tengo todas las riquezas que necesito”.

“¡Esto es demasiado bueno para ser cierto!” dijo Silvestre. “¡Verdaderamente increíble!”

“Me agrada que te haya gustado mi idea”, dijo el hombre rico. “¿Me vas a pedir que sea tu socio?”

La nueva sonrisa de Silvestre se tornó agria y fue reemplazada con una mirada de vacilación. Sus ojos volvieron al piso. “No, no creo que quiero firmar ahora mismo”, murmuró. Después de una corta pausa, miró al hombre rico y le hizo una última pregunta: “¿Me puede dar unos días para pensarlo?”

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