sábado, 19 de febrero de 2011

Resistencia a descansar

Todo debate sobre una «ética del trabajo» en nuestros días debe afrontar el problema de lo que se llama en los países anglosajones el «workaholism», una especie de enviciamiento en el trabajo. Bien sabe Dios que es un problema. Desde el principio de la creación Él nos dio remedios para curar esa humana tendencia a abusar del trabajo. Él mismo descansó en el séptimo día. En el Decálogo, nos ordenó: «Durante sets días se trabajará, pero el día séptimo es sábado de reposo, sábado consagrado a Yahvéh» (Ex 31,15). Santificando el sábado, nos indicaba que el trabajo proviene de ese culto. Para siempre se convirtió en un punto fijo de contraste para que la humanidad pudiera medir sus trabajos pasados y sus planes futuros. Dios nos mandaba que siempre tuviésemos tiempo para pararnos a pensar.


Sin embargo nosotros nos hemos quedado en el sexto día de la creación, que no puede facilitarnos la perspectiva del sentido de nuestras vidas, ni proporcionarnos un descanso decente. Hemos sucumbido al materialismo de la bestia del Apocalipsis, marcado repetidamente por el sexto día —666—, con su retorno perpetuo at mundo de la semana laboral como Bill Murray en la película El día de la marmota.

Cada año asistimos a la invención de nuevos dispositivos para ahorrar trabajo. Aunque estos inventos —teléfonos móviles, las teleconferencias, los PDA— pueden tener como resultado el que se extienda nuestra jornada laboral al tiempo que pasamos en el coche e incluso en casa, distrayéndonos de la familia, del paisaje y hasta de la carretera que tenemos delante. Si no obedecernos al mandamiento de santificar el día del Señor —y no tenemos tiempo para pararnos y pensar—, perdemos la capacidad para sentir el ser de Dios y su presencia, y no seremos capaces de adorarle. Con todo, como estamos hechos para la adoración, tenemos que adorar algo. Y acabamos adorando nuestro trabajo, y la verdadera adoración ya no nos dice nada, y llegamos a considerarla un fastidio.

A veces, mis amigos europeos se complacen en criticar la barbarie de la sociedad americana, con su severamente limitado número de días festivos. Pero los europeos, apenas son mejores: aunque dejan de trabajar respetuosamente en los grandes días de fiesta, tampoco es que llenen las iglesias. Adoran el ocio del mismo modo que los americanos adoran el trabajo. Es como si uno se entusiasmase con el día de su boda, sobre todo por el buen tiempo y la comida que habrá.

Insisto, si no seguimos el ritmo que Dios ha impuesto en la creación —el orden cósmico de trabajo y adoración— acabamos llevando una vida tan desfigurada que no es vida. El «trabajar para el fin de semana» . . . se ha extendido ahora al entero curso de la vida. Unos asesores de inversiones que conozco me hablaron de un fenómeno que encuentran con frecuencia: gente que trabaja frenéticamente para ahorrar para su jubilación, y caen muertos en cuanto dejan de trabajar. En un largo atardecer sabático, se encuentran tan perdidos como un pez sacado del agua.

El trabajo debe tener un fin recto. Por fin entiendo aquí no solo un punto de detención, aunque ese sea un componente necesario. Me refiero a un fin por el que valga la pena nuestro esfuerzo.

Para eso solo nos vale Dios. Tan cierto como que hemos sido creados para trabajar es que hemos sido creados en último término para adorarle. El trabajo debe manar de la adoración y debe ser empapado por ella.
Scott Hahn, Trabajo ordinario, gracia extraordinaria, págs. 60-62

No hay comentarios.: